Desde el tercer piso de mi apartamento el ruido es una característica muy notable.
Y no tanto por la intensidad del tráfico, limitada al estar yo en una superilla del Poblenou, sino por las fiestas nocturnas, los gritos de los jóvenes borrachos, por el camión de la limpieza a las 6.30 de la mañana, por los chavales jugando cada tarde a fútbol debajo de mi ventana, y por un sinfín de edificios en obras en aumento desde la pandemia. Como agravante la peculiar arquitectura de mi calle hace que el sonido se multiplique por mil.
En 2019, cuando decidí mudarme allí, consciente del constante ruido que llenaba la casa, mi única vía de escape era asomarme a la ventana y contemplar con resignación, callar a algún borracho o en ocasiones lanzar un grito de desesperación.
Con el hábito ya establecido de mirar afuera para ver qué ocurría, un día me di cuenta de una escena que tenía lugar en los tres bancos que se encontraban debajo de mi ventana: un hombre leyendo un libro en la tranquilidad de una tarde de invierno. Le hice una foto.
A partir de ese momento, comencé a fotografiar con frecuencia, lo que ocurría en los tres bancos.
¿Podemos encontrar belleza y significado en algo que nos molesta tanto?
Cuando te detienes profundamente y observas con el corazón, algo tan obvio y frío como el mobiliario urbano se convierte en el escenario de una cotidianidad llena de poesía y conexión. Los gritos ya no molestaban tanto, y me volví un poco más honesto y tolerante. Después de todo, yo también fui aquel adolescente que gritaba por la noche con amigos o aquel chaval que jugaba a la pelota hasta altas horas.
Desde el tercer piso de mi apartamento el ruido es una característica muy notable.
Y no tanto por la intensidad del tráfico, limitada al estar yo en una superilla del Poblenou, sino por las fiestas nocturnas, los gritos de los jóvenes borrachos, por el camión de la limpieza a las 6.30 de la mañana, por los chavales jugando cada tarde a fútbol debajo de mi ventana, y por un sinfín de edificios en obras en aumento desde la pandemia. Como agravante la peculiar arquitectura de mi calle hace que el sonido se multiplique por mil.
En 2019, cuando decidí mudarme allí, consciente del constante ruido que llenaba la casa, mi única vía de escape era asomarme a la ventana y contemplar con resignación, callar a algún borracho o en ocasiones lanzar un grito de desesperación.
Con el hábito ya establecido de mirar afuera para ver qué ocurría, un día me di cuenta de una escena que tenía lugar en los tres bancos que se encontraban debajo de mi ventana: un hombre leyendo un libro en la tranquilidad de una tarde de invierno. Le hice una foto.
A partir de ese momento, comencé a fotografiar con frecuencia, lo que ocurría en los tres bancos.
¿Podemos encontrar belleza y significado en algo que nos molesta tanto?
Cuando te detienes profundamente y observas con el corazón, algo tan obvio y frío como el mobiliario urbano se convierte en el escenario de una cotidianidad llena de poesía y conexión. Los gritos ya no molestaban tanto, y me volví un poco más honesto y tolerante. Después de todo, yo también fui aquel adolescente que gritaba por la noche con amigos o aquel chaval que jugaba a la pelota hasta altas horas.